Me levanté temprano, con el olor
a sangre, podredumbre y muerte recordándome inmisericordemente que estaba ocurriendo.
El ruido y el miedo no me dejaron pegar ojo, además de toda esa gente a la que
había en mi casa, casa que yo mismo
había cedido a los defensores de la barricada, que aprovechaban hasta el último
minuto de su turno de descanso.
He viajado por tres de los
continentes, comerciando todo tipo de mercancía y, en ningún rincón del
planeta, en ninguna nación del mundo, encontré tanta tiranía como la que emana
de mi tierra natal, de Francia.
Pero tampoco he visto al pueblo
luchar unido en parte alguna, con la libertad como argumento y como arma la
esperanza. Tras coger el fusil y apenas lamer un mendrugo de pan duro, salí con
fiereza renovada de mi hogar. Nadie hubiera dicho en ese soleado día que a una
manzana, ejército y pueblo intercambiaban plomo derramándose así la sangre.
Admito que no pensaba en otra cosa que en la muerte, y que el miedo me abordaba
por completo. Pero a mí y a los ancianos, y a los niños, y a los hombres, y las
madres, y a los trabajadores, artesanos y campesinos, a los comerciantes y a
todos los combatientes, ya nos lo habían quitado todo. El ataque que más temible es del que no tiene nada que perder.
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