domingo, 17 de diciembre de 2017

Diario de una barricada



Me levanté temprano, con el olor a sangre, podredumbre y muerte recordándome inmisericordemente que estaba ocurriendo. El ruido y el miedo no me dejaron pegar ojo, además de toda esa gente a la que había en mi casa,  casa que yo mismo había cedido a los defensores de la barricada, que aprovechaban hasta el último minuto de su turno de descanso.
He viajado por tres de los continentes, comerciando todo tipo de mercancía y, en ningún rincón del planeta, en ninguna nación del mundo, encontré tanta tiranía como la que emana de mi tierra natal, de Francia.
Pero tampoco he visto al pueblo luchar unido en parte alguna, con la libertad como argumento y como arma la esperanza. Tras coger el fusil y apenas lamer un mendrugo de pan duro, salí con fiereza renovada de mi hogar. Nadie hubiera dicho en ese soleado día que a una manzana, ejército y pueblo intercambiaban plomo derramándose así la sangre. Admito que no pensaba en otra cosa que en la muerte, y que el miedo me abordaba por completo. Pero a mí y a los ancianos, y a los niños, y a los hombres, y las madres, y a los trabajadores, artesanos y campesinos, a los comerciantes y a todos los combatientes, ya nos lo habían quitado todo. El ataque que más temible es del que no tiene nada que perder.

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